domingo, 4 de julio de 2010

La abrumadora belleza final de Theodora Whiles



Existe un lugar, cerca de otro, pero lejos de cualquiera antes conocido por nadie, donde vivió o aconteció algo que, visto desde fuera por un ojo inexperto, podía haber pasado por vida, una mujer de quien nunca se supo el verdadero nombre, quizá porque nadie supo cómo preguntarlo. Theodora Whiles le llamaban los carteros y los venderores de paraísos que hacían cola en la puerta de su casa, en balde. Ella no sabía de paraísos, ni leer cartas.

Los balones y los pájaros no se atrevían a atravesar la verja oxidada, tejida de historias que ofenderían la imaginación de Julio Verne. Sólo un árbol crecía en el suelo seco, cubierto de hojas muertas y recuerdos muertos, increíblemente sano, lo único de que se podía certificar vida tras los límites de la verja.

Un chino viejo, completamente mellado, que pasaba las horas sentado frente a la televisión china en la tienda de alimentación de su hijo, llevaba dos veces al mes bolsas de papel hasta la puerta de la casa, bolsas medio llenas, medio vacías, medias bolsas, cerradas a cal y canto por un precinto adhesivo de color granate.

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