domingo, 4 de julio de 2010

"Abre, soy yo" le dije al espejo...

Perdí la fe ahogando mi garganta,
que ahora brilla rota a través de mi boca
en chorros de roja luz,
violentos
contra el retrete.

Busqué calor en el bulto, en las formas redondas,
en el sudor que manaba del espejo,
en una voz dentro de una manzana hueca a través del oído,
sempiterna
y en la camarera,
hoy desfigurada en mi cabeza,
sin ojos,
como dibujaba Modigliani a los desconocidos.

Busqué motivos, insuficientes siempre,
brindé por olvidarla en una apología de la idiotez,
llorando por dentro,
me mostré desnudo y se acercaron a observar
curiosos,
aplaudieron
y alguien dejó una moneda de un país que ignoro.

¿En verdad me llevó a casa Lennon en un taxi amarillo?
Lo debí soñar después.
El vestido rojo aún baila delante de mí en la habitación
y me ha visto masturbarme.
Soplaron en mi cara dientes de león unos labios que,
después,
hicieron que muriera de hambre una vez por cada beso que perdí,
retorcido en el suelo.

"Grotesco,
dantesco,
parezco,
detesto,
desconozco
y
pezones"
no acierto a escribir o dibujar sobre la almohada con saliva.

Fue la concha del caracol quien hizo girar mi cabeza en su juego suave
de bailar hasta perder el conocimiento
y más babas.

Vomitar con las bragas bajadas es un gesto precioso
que tampoco supe dibujar.
Lloré con el señor gordo de traje raído y maletín,
cuando se le rompió el tacón de sus zapatos rojos.
Volé de nuevo,
por el suelo
que me encargué de acolchar antes de salir de casa
con el cristal que vuelca desmemorias.
Defraudé a las farolas con mi manera de bailar,
en venganza por brillar desenfocadas
en la diplopía de dos metros por detrás de mi retina,
como únicas estrellas.

Llegué a casa,
que deduzco porque esta habitación la desconozco como la palma de mi mano,
como si de mí mismo se tratara.
Y no me puse a escribir,
decidido a no contar mentiras.


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